Etica y Política


Si humanismo y moral son ingredientes de una nueva idea de socialismo, el problema de la acción política de la izquierda parece, con frecuencia, una prueba de fuego difícil de superar.

Sin embargo, el debate acerca del papel de la ética en el ámbito de la política interesa cada vez más a la izquierda. A ello contribuye la conciencia de la necesidad de explorar alternativas a ese mal endémico que atiende al nombre de corrupción y más, en general, al deseo de superar los límites de una democracia parlamentaria atrapada en las viejas mañas del clientelismo, de la demagogia y la partitocracia.

La vida democrática, entendida como participación ciudadana, se distancia cada vez más de la democracia realmente existente cuyos rasgos más acentuados son, tal y como indica Eugenio del Río en su Crítica a la política en Occidente: (1) Conformación de un campo político formalmente independiente de las clases sociales y funcionalmente autónomo. (2) Existencia de un cuerpo social (burocracia estatal permanente, especialistas y técnicos, políticos profesionales, etc) por encima del conjunto de la sociedad y con intereses propios. (3) Concentración de la actividad política en una minoría con escaso interés real por desplegar el poder en la sociedad. (4) La política como competencia es, sobre todo, una lucha entre élites con aspiraciones de gobierno. Los propios partidos establecen maquinarias de control de sus miembros y cargos políticos, restándoles autonomía y haciéndoles meros apéndices de su organización. (5) Incumplimiento habitual de las promesas electorales, con lo que el voto ciudadano carece de control y se hace inviable el contrato entre el votante y el votado. (6) Uso de los recursos públicos para fines partidistas, de grupos de presión e incluso para intereses particulares de los políticos.

La política concebida como servicio público, basada en una concepción altruista, parece haber perdido mucho terreno al menos a nivel general. La profesionalización y la apropiación de la democracia electoral por los partidos políticos, hace muy difícil que la gente de la calle se interese por la política y vea en los partidos instituciones en las que confiar. No es entonces extraño que los políticos sean para los ciudadanos personas sospechosas.

La ética se propone regenerar la vida institucional, la acción de gobierno, y a los propios partidos políticos. Pero el debate mismo sobre esa posibilidad no es sencillo si nos atenemos a los hechos.

Son dos los enfoques principales que predominan: uno de ellos reivindica la ética basada en las convicciones de conciencia; el otro defiende la ética política basada en los resultados, en lo que se denomina el consecuencialismo. Se trata, en realidad, de dos proposiciones que han luchado entre sí a lo largo de la historia de las ideas políticas a partir de la antigua Grecia. Sin embargo, a partir de Maquiavelo, a principios del siglo XVI, es cuando se da la ruptura definitiva del peso de la moral en la acción política, bajo el argumento de que la conquista y el mantenimiento del poder no pueden hipotecarse a consideraciones que pertenecen a otro ámbito. El éxito de Maquiavelo llega hasta nuestros días y, sin embargo, no por ello ha dejado de ser contestado por los herederos de Kant que estiman necesarios valores morales absolutos, de Rousseau, de liberales como Stuart Mill, del marxismo del joven Marx y del socialismo humanista. Sea como fuere, en el debate actual, las posiciones extremas tienden a equivocarse. Es necesario un equilibrio que debe madurar con la experiencia y que no tiene porqué ser simétrico.
La ética basada en convicciones de conciencia tiene la ventaja de atenerse a principios sólidos, fuertes. La justicia, la igualdad, la solidaridad, etc, se proponen como el cimiento permanente e invariable de toda política. Al no ser valores sujetos a las turbulencias de las coyunturas, ni a tácticas electorales, constituyen los pilares de un programa regeneracionista en el que pueden confiar los sectores sociales más desfavorecidos, así como los partidarios de una nueva democracia. La desventaja de esta ética es que choca con la realidad, porque ésta última propone la tiranía de ser sobre todo eficaces más que morales. La realidad y su correlación de fuerzas empuja a la izquierda a actuar de manera gradualista, haciendo acuerdos con fuerzas políticas y sociales que difunden y defienden valores opuestos. Una ética basada en convicciones de conciencia que no tienda a ser flexible puede terminar inspirando conductas autoritarias, funcionando como una estructura de ideas religiosas ajena al curso de la vida real.

Por su parte, la ética política basada en los resultados tiende a adaptarse mucho más a la realidad del mundo. Por ello tiene infinitamente menos prejuicios para transgredir principios, ya que su vocación es la eficacia y, por ende, fija su atención en las consecuencias. No cabe duda que esta ética es la triunfadora a finales del siglo XX, pues guía la actuación de gobiernos y partidos mayoritarios en todo el mundo. A diferencia de la ética anterior, es antropológicamente pesimista y cree por consiguiente que la mecánica de la política no debe tener la ambición de una nueva sociedad de seres éticos, sino simplemente proporcionar una convivencia en las mejores condiciones posibles. Pero la gran desventaja de la ética de los resultados es que para ella el fin justifica los medios, haciendo del pragmatismo una nueva doctrina de inclinación absoluta.

Así, por ejemplo, donde la ética de conciencia condene siempre la pena de muerte por ser intrínsecamente mala, la ética de los resultados puede aceptarla si la sociedad la exige y los réditos electorales son buenos (es el caso de Estados Unidos). Así, por ejemplo, donde la ética de conciencia combata siempre la corrupción en el Estado, y aunque se trate de asuntos del pasado pida justicia, la ética de los resultados puede preferir el punto y final en aras a concertar un nuevo escenario con nuevas reglas del juego. Pero no todos los ejemplos son de este signo. Hay ejemplos que justifican la virtud de la ética de los resultados cuando la ética de conciencia defiende el todo o nada. La concertación social y los acuerdos con la derecha en asuntos de Estado, defensa o política exterior, pueden servir en ocasiones mejor a los intereses de las mayorías que las posiciones puritanas reivindicativas.

El debate tiene en la izquierda a seguidores de una y otra ética. Unos tienden a preservar lo que consideran más sustantivo: ese conjunto de valores decisivos para un mundo mejor; los otros defienden la necesidad de lograr resultados en un mundo político hostil en el que la derecha juega con la ventaja de no tener escrúpulos morales. Ahora bien, ¿por qué oponer de manera radical y excluyente lo bueno de uno y otro pensamiento? La relación entre ambas éticas debería escoger sus partes positivas, no para confundirlas sino para apoyarse mutuamente. De modo que si la ética de conciencia debe actuar como vigilante de la ética de los resultados, ésta última debe exigir a la primera poner los pies en el suelo. No se trata en todo caso de armonía sino de apoyarse conflictivamente.

Decía con anterioridad que no se trata de un equilibrio simétrico. Ciertamente es cuestión de proporciones, digamos que un 60 por ciento de ética de conciencia y un 40 por ciento de ética de resultados. ¿Por qué así y no al revés? La respuesta tiene que ver con los tiempos en que vivimos. Y, en efecto, la lucha por el poder en nuestras sociedades ata a la izquierda a las encuestas y sobre todo a los resultados de las urnas. Ganar la mayoría de votos supone mirar hacia el centro, moderar el discurso, llegar a acuerdos con los empresarios, contener todo radicalismo, considerar la política internacional adversa, etc. Y todo esto quiere decir que el pragmatismo encuentra en la vida misma suficiente presión y llamadas al orden. La ética de los resultados se encuentra como pez en el agua, en tanto que la ética de conciencia vive a contracorriente, empujada hacia la marginalidad. Hace falta, pues, primar a la conciencia puesto que la otra ética ya cuenta con suficientes incentivos.

El debate sobre la función de la ética en la política no debería, en todo caso, concluir precipitadamente. Al contrario, conviene mantener la tensión y el descontento, considerar que siempre es y será un tema de actualidad necesitado de nuevas ideas y mejores equilibrios. Para ello, nada mejor que la izquierda huya de toda complacencia y se convierta en la mejor crítica de sí misma.

A propósito de ética, conviene asimismo reflexionar sobre aquella que debiera desplegarse en el interior de la propia izquierda. No vaya a ocurrir que la palabra ética se asocie únicamente con la acción pública, olvidando que una izquierda que se proponga como alternativa social y política debe manifestar hacia adentro de sus propias filas algunos valores que la hagan creíble.

Iosu Perales (Tolosa, diciembre 1946). Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y en materias de Cooperación al Desarrollo. Vinculado a redes sociales transnacionales y a ONGs, participa en iniciativas y foros alternativos. Participó en los Comités de Solidaridad Internacionalista. Ha ejercido el periodismo durante bastantes años. Sus primeras obras de ensayo y divulgación están vinculadas a su propia experiencia en América Central en los años ochenta.

Ha publicado numerosos artículos de opinión en prensa escrita y revistas digitales, y es autor de varios libros, entre ellos Guatemala insurrecta (1990), El perfume de Palestina (2002), Los buenos años: Nicaragua en la memoria (2005) Los Años de Plomo en El Salvador, 1981-1992 (2009) y Algo he visto del mundo. Crónicas viajeras (2013), En el género de narrativa es autor de Adiós Managua: El rey del mambo (1990) Viento del Norte (1993) y Buenos días La Habana (2000).

http://www.robertexto.com/archivo/nueva_idea_socia.htm


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