El Mundo en que Vivimos


Reflexionar sobre el socialismo requiere de alguna manera unas palabras acerca de su contextualización. ¿En qué mundo vivimos?, no es una interrogante poco importante. Merece la pena terminar este escrito con una breve descripción de lo que está pasando a escala mundial, pues éste es el mundo en donde se trata de construir una nueva sociedad.

El mundo de finales de los años sesenta se podía comprender de una sola mirada. Sabíamos, o al menos creíamos saber, cómo estaba configurado. El mundo de hoy no es fácil de capturar racionalmente. En el mundo de ayer era relativamente sencillo formar parte de una ideología y de organizaciones con banderas fuertes. En el de hoy, las ideologías están en declive, no hay seguridades y las organizaciones se mueven en un terreno de búsqueda, algo huérfanas.

Hoy día es ya muy común hablar de una mundialización de la economía, de políticas globales de las grandes potencias, de la tendencia acelerada hacia una ecumenópolis. Todo esto surge como una novedad, como una ruptura con el mundo de los sesenta básicamente dividido en dos bloques. Sin embargo, la idea de un orden mundial es una constante en el pensamiento internacional. Toda la literatura sobre los proyectos de paz perpetua y de organización internacional responde a esta idea. En este siglo XX se han dado tres momentos en esta misma dirección: el que se produce a raíz de la Primera Guerra Mundial, es decir, la paz de Versalles y la primera Sociedad de Naciones; el que tiene lugar tras la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de la revolución nuclear; y la reacción que se produce en los años setenta frente a la gran crisis económica planetaria.

A nosotros nos interesa esta última etapa en la que el nuevo orden mundial ya no se centra únicamente en el problema de la paz, sino también en una concepción económica neoliberal y la difusión de una ideología y unos valores anticomunistas.
Pero antes, me parece interesante indicar los tres grandes paradigmas de las relaciones internacionales que describe Celestino del Arenal:
(1)   El paradigma tradicional. Es el que ha dominado durante más de trescientos años, desde la paz de Westfalia, en 1648, que puso fin a las guerras de religión y fortaleció a los estados. El Estado es la forma por antonomasia de organización política y social, y de la teoría de la experiencia que nace de la constitución en el siglo XVII de un sistema europeo de estados. Este paradigma separa rígidamente la política interna de la política internacional. Los estados y los estadistas son los actores de las relaciones internacionales. Los seres humanos sólo cuentan como miembros de un Estado. Las relaciones internacionales son interestatales, esencialmente conflictivas, porque son relaciones por el poder.
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(2) El paradigma de la sociedad mundial. Surge en los años sesenta alentado por el clima de distensión. Es una paradigma de la interdependencia que va a conocer un gran desarrollo en el mundo académico norteamericano, al abrir un debate entre paradigma tradicional y globalismo. Sus críticas ponen el énfasis en los procesos transnacionales y en los actores no estatales que van ocupando el centro de las relaciones internacionales. Su planteamiento puede resumirse así: "El mundo, como consecuencia del acelerado desarrollo social, económico, científico-técnico, y de las comunicaciones, está caracterizado por un creciente fenómeno de interdependencia y cooperación, y se ha transformado realmente en una sociedad mundial. Nuevas necesidades dan lugar a la aparición de valores e intereses comunes al conjunto de la sociedad mundial. El paradigma de la sociedad mundial o de la interdependencia insiste en el debilitamiento del papel de los Estados como entidad soberana y como estructura capaz de garantizar el bienestar y la seguridad de sus ciudadanos. El sistema internacional ha perdido el carácter estatocéntrico anterior. En consecuencia, ha desaparecido la tradicional distinción entre la esfera interna y la esfera internacional; el Estado ve restringido su margen de autonomía".

(3) El paradigma de la dependencia. Comparte con el paradigma de la sociedad global, frente al tradicional, la idea de que la realidad internacional es mucho más compleja que antes. Pero su visión ideológica se separa de la idea de interdependencia, y ve las relaciones internacionales en términos de dominación y desigualdad. Este paradigma de la izquierda radical --que ya fue expuesto por Rosa Luxemburgo--, tiene como características más relevantes: la consideración del mundo actual como un único sistema económico, dominado por el capitalismo transnacional. La naturaleza del sistema internacional es conflictiva y se basa en la desigualdad económica global, el intercambio desigual entre el centro y la periferia. Este paradigma de la dependencia ve como actores a las clases explotadas y a los movimientos de liberación, entre otros. Ve la realidad mundial dominada por el conflicto --el paradigma de la interdependencia se centra en el consenso-- y como un juego de suma cero, en el que siempre hay un ganador y un perdedor. El paradigma de la dependencia es próximo --aunque no idéntico-- al pensamiento marxista que ve las relaciones internacionales como relaciones de clase, uno de cuyos fenómenos es el imperialismo, de lo que se derivan dos hechos: el carácter transnacional de las clases, y la consideración del mundo no como dividido en estados, sino en clases antagónicas.

Sin embargo, estas corrientes de pensamiento no agotan las concepciones sobre las relaciones internacionales. En realidad, es más ajustado decir que hay un pluralismo paradigmático; no es exacto decir que el paradigma tradicional que pone al Estado en el centro de las relaciones internacionales esté agotado. La sociedad mundial no ha vencido aún las resistencias de los intereses particulares de los estados. En realidad, en ocasiones vemos un resurgir de los intereses particulares que se oponen a estrategias internacionales. Lo vimos claramente con motivo de la guerra de los Balcanes, donde los intereses de Francia y Alemania estaban enfrentados. Lo vemos continuamente en las negociaciones de la Unión Europea. Tenemos también un buen ejemplo en la crisis que está atravesando la ONU en los últimos años. Varios de sus organismos como la UNESCO o la FAO están siendo atacados por Estados Unidos; la propia ONU sufre la presión de Estados Unidos por limpiarla de "tercermundismo", y el Consejo de Seguridad es un espejo de relaciones desiguales de dominación.

Por lo demás, Ignacio Ramonet señala bien como en paralelo al fenómeno de la globalización se dan fenómenos de fragmentación, estallidos nacionalistas y religiosos, que dislocan las entidades políticas existentes.

Pero dicho esto, a nosotros nos interesa centrarnos en una de las dimensiones fuertes del mundo de hoy: la mundialización o globalización, entendiendo que más que un mundo cerrado dibuja un mundo en transición, con graves contradicciones, hacia una nueva época.

El mundo de hoy, más que una geografía, es un mapa económico. El mercado financiero mundial es prácticamente un hecho, y no hay fronteras para la colocación de valores: unos cinco billones de dólares dan la vuelta al mundo cada veinticuatro horas. Por otra parte, puede decirse que de las cien unidades económicas más poderosas, la mitad son naciones y la otra mitad compañías transnacionales. Precisamente, las innovaciones en el ámbito de las telecomunicaciones han favorecido el crecimiento de las empresas transnacionales, la fusión de capitales y de recursos técnicos. Asimismo, el desarrollo de la robótica y de las nuevas tecnologías permite a las grandes compañías una mayor independencia respecto de la mano de obra y una marginación del trabajo de amplias masas de población.

No cabe duda que la dependencia de las economías locales respecto a la economía global es cada vez más creciente. Los países se sienten demasiado pequeños como para afrontar solos los desafíos para sobrevivir en un mercado mundial cada vez más competitivo e interrelacionado, de manera que es un fenómeno generalizado el intento de formación de bloques o mercados regionales (Unión Europea, Tratado de Libre Comercio, Mercosur, Mercado Común Centroamericano, Asociación de Estados Caribeños...). No obstante, se observa una distancia entre los objetivos declarados de estas alianzas y los efectos reales. En síntesis, podemos decir que tratan de allanar el camino a los capitales, de la mano de una apuesta incondicional por el mercado y las políticas neoliberales.

La mundialización de la economía se da en el marco de una hegemonía del sistema capitalista tras la caída del llamado socialismo real. Incluso, países como China, Vietnam y Cuba no dudan en recurrir a los incentivos que produce la economía de mercado para salir del subdesarrollo (liberando sus mercados, atrayendo inversiones extranjeras...). Se consolida así un sistema global que toma sus decisiones en los mercados, y se empeña en construir espacios financieros y de consumo que compitan con la soberanía de los estados. Por otro lado, este sistema entiende de eficiencia pero es un ignorante en equidad.

Sin embargo, aunque la mundialización se presenta como un triunfo del libre mercado a escala planetaria, lo cierto es que unos pocos centros de poder toman las grandes decisiones y regulan el comercio de acuerdo con sus intereses. Los países ricos imponen el libre comercio en los productos en los que tienen ventaja (debido a sus tecnologías) y restringen el comercio de aquellos productos que los países del sur pueden producir de la manera más competitiva. Hay un buen ejemplo en la agricultura europea, donde los gobiernos ponen límites a las importaciones y subvencionan a los productores locales como una forma de sostener su actividad, perjudicando claramente a los países pobres. Suspender las subvenciones incrementaría las posibilidades de exportación de los países pobres pero hundiría a la agricultura europea. ¿Deben aceptar los países ricos sacrificios en su bienestar de manera que aumenten las posibilidades de desarrollo de los países del sur? Nosotros decimos que sí.

La mundialización de la economía está en el puesto de mando de lo que se ha dado en llamar nuevo orden mundial, y que constituye una globalización que incluye a la política, la cultura, la seguridad. Efectivamente, del mundo bipolar hemos pasado a un mundo liderado por Estados Unidos, con el concurso de Japón y Europa, y la emergencia de China, que desarrolla procesos de globalización en una dirección que tiende a fortalecer el poder de las élites. Algunas de sus características son: el fortalecimiento de los poderes económicos, independientes de los poderes políticos; la construcción de poderes supraestatales que dificultan el control de las sociedades y afectan a la soberanía nacional.

Hay un retroceso general de la democracia entendida como soberanía del pueblo, sustituida por el poder de instrumentos como el Fondo Monetario y el Banco Mundial, que dictan políticas a los gobiernos. Vivimos un vaciamiento democrático de las Naciones Unidas, organismo sujeto a los mecanismos de control y decisión de unos pocos países a través del Consejo de Seguridad.

Tendencia acusada a una mundialización de la economía en la que los bloques económicos regulan la competitividad, lo que lesiona incluso el llamado libre mercado (el GATT es un ejemplo de ello). El mercado actual es el mercado más monopólico de la historia económica de la humanidad. El mismo GATT reconoce que sólo el 7 por ciento del mercado mundial puede llamarse mercado libre; lo demás es un mercado entre compañías o un mercado administrado por convenios en y entre los estados.

Estados Unidos tiende a constituirse como gendarme militar mundial, algo probado por los hechos, con el consenso de otras potencias como Europa Occidental, Japón y Canadá (lo que no elimina la existencia de algunas contradicciones entre estas grandes potencias que luchan entre sí por áreas de hegemonía en los mercados). Una tarea que le da licencia para intervenir en cualquier continente, bien sea en nombre de los intereses globales de los países desarrollados, bien sea en nombre de la democracia. La reciente cumbre de la OTAN ha puesto de relieve quién manda en la alianza occidental y a quién beneficia.

Cada vez más, el norte ve en el sur un peligro migratorio, y como respuesta levanta fortalezas legales y alimenta la xenofobia y el racismo.

La revolución tecnológica, junto con cuanto positivo tiene en el campo de la salud, comunicación, transporte, y del conocimiento en general, se concibe principalmente en términos de productividad y crecimiento, pero genera desempleo, trabajo individualizado, la ruptura de los espacios de comunidad, la caída del asociacionismo de la gente, etc. La revolución tecnológica no es neutra. Va ligada al etnocentrismo y tiene fundamentos filosóficos de tipo lineal, de optimismo infundado, de visión ascendente de la historia, o sea, muy determinista.

¿Cuáles son las corrientes de pensamiento que actúan ante el mundo de hoy? Adoptando un criterio laxo, Celestino del Arenal distingue tres grandes grupos: conservador, reformista y radical. El primer grupo centra sus intereses en el fortalecimiento de estructuras políticas jerárquicas --Grupo de los 7, Consejo de Seguridad de la ONU, OTAN...-- desde las cuales pueda asegurarse la hegemonía y proteger su ofensiva económica neoliberal. Su comportamiento es contradictorio: por un lado está la insistencia en transcender el sistema estatal; por otra parte, el Estado sigue siendo para los conservadores de cada país rico un refugio de poder.

En este grupo de poder mundial está muy asentado el llamado realismo político. Es una línea de pensamiento que hunde sus raíces en la antigüa Grecia y que alcanza su esplendor en la Edad Moderna europea de la mano de Maquiavelo y Thomas Hobbes. Hay tres principios en el realismo político: la tendencia humana hacia el conflicto, hacia el mal, es inmutable; la lucha por el poder es la inclinación natural de los grupos humanos; esta búsqueda del poder se realiza a través del Estado que se disputa con otros su mayor seguridad y mayor dominio.

Las consecuencias del realismo político, que es la política internacional de más éxito en Estados Unidos, y que tiene en esta época a Henry Kissinger como su gran divulgador, son las siguientes: (1) Los principios morales, al ser abstractos, no cuentan en la política internacional. (2) La obligación de cada Estado es obtener el mayor poder político, siendo la cooperación algo subordinado a ese fin. (3) La hegemonía internacional de una nación, Estados Unidos, es una aspiración justa. (4) La seguridad internacional se establece cuando el sistema internacional es una jerarquía en la cúspide de la cual se encuentran los más poderosos.

El segundo grupo, en el que se encuentra la socialdemocracia, se sitúa en una perspectiva global, pragmática, y se esfuerza en llamar la atención de los gobiernos sobre los problemas del mundo y las soluciones a mediano y largo plazos. Trata de reunir las aportaciones tanto de gobiernos como de grupos privados y de organizaciones no gubernamentales. La propuesta no supone un cambio real de estructuras, sólo propone reformas destinadas a paliar las desigualdades. Los informes del Club de Roma insisten sobre el crecimiento demográfico, el agotamiento de recursos y alimentos, en la polución. El esfuerzo general de los reformistas es hacia la democratización del orden mundial.

El tercer grupo, el de los radicales, no cree en la democratización porque considera que no hay democracia que democratizar. Su idea general es la del cambio real de las estructuras mundiales. Hay distintas corrientes pero un universo de preocupaciones comunes: (1) Valores acerca de la guerra y la paz, el bienestar económico, la justicia social, la democracia, los derechos humanos y el equilibrio ecológico. (2) Interés en describir, evaluar y proyectar las tendencias más importantes de la actualidad, como el crecimiento demográfico, el desarrollo tecnológico, el agotamiento de los recursos, la polución ambiental y la carrera de armamentos. (3) Desarrollo de referentes alternativos de orden futuro. (4) Selección de posibles modelos futuros más deseables. (5) Desarrollo de estrategias de transición con base en presiones a los poderes y cambios en los comportamientos individuales y colectivos, para superar las estructuras actuales.

No sería comprensible que mientras las fuerzas económicas y políticas predominantes mantienen cada vez lazos más estrechos para intervenir en el mundo como un escenario global, la izquierda radical diera la espalda a este hecho y viviera sin reconocerse.

En este último grupo nos encontramos las izquierdas más críticas. Hay en ellas dos inclinaciones: la primera que estima la necesidad de romper con la concepción estatocéntrica, superar el clásico paradigma del Estado y del poder, y abordar los problemas de hoy desde estudios y alternativas globales que se centrarían en problemas como acabar con el militarismo en el mundo, los derechos humanos, el equilibrio ecológico, la desigualdad económica, el hambre, la explosión demográfica; la segunda, que sin negar la necesidad de intervenir en el plano internacional, está convencida de la importancia de actuar y luchar por el poder en los estados. Considera que no se debe caer en una concepción cerrada de sociedad mundial que dejaría a la izquierda inerme, sumida en un complejo de impotencia ante la debilidad para influir en alteraciones globales y en las instituciones más poderosas.

La utopía democrática no se refiere a una sociedad de la armonía. Por eso no es la utopía de Tomás Moro o Campanella. Entendida como totalidad armoniosa, la utopía es imposible pero además peligrosa. La veta autoritaria de una utopía cerrada tiene su origen en el propio Platón, quien llevado por el impulso de una reforma moral que uniese las virtudes públicas y privadas, ideó un Estado vertical conducido por los sabios. Más inofensivo era el aristócrata Sócrates, el bonachón que se paseaba intentando persuadir uno por uno a los ciudadanos de los beneficios de la virtud ciudadana.

La utopía democrática es una aspiración necesariamente imperfecta, pues demasiado imperfecto es el género humano. Se opone, en primer lugar, al hiperrealismo dominante en las democracias de hoy, que de modo falso y peyorativo tacha a la utopía de pura demencia. ¡Ojo! La utopía puede ser aceptable cuando se confiesa que no es de este mundo. Entonces, hasta el conservatismo se permite la licencia de ser utópico.

El hiperrealismo coloca a la utopía fuera de la historia puesto que proclama el fin de la misma. (¡Vana quimera! Ya los romanos creyeron que después de su Imperio no habría nada. Pero lo cierto es que la utopía, entendida como lo posible en el reino de este mundo, tiene mucho contacto con la realidad. De hecho, realidad y utopía deben estar conectadas y ambas son imprescindibles. La izquierda no debe dejar a un lado a ninguna de las dos, si bien no debe confundirlas, pues el porvenir de la democracia depende de la tensión entre una y otra.

No confundir utopía y realidad es importante. La primera es la crítica de lo existente y apunta hacia lo que es deseable. Entonces, resulta ciertamente real; al igual que la izquierda no debe hacer una política real sin elementos utópicos. La proporción de ambas en función de cada momento histórico constituye un reto al que no es ajeno el grado de conciencia y empuje emancipador.

Conviene aquí decir lo que sigue: el ideal utópico no se construye para defender literalmente que se convierta en hechos, sino para cuestionar los hechos y mostrar una dirección hacia la que hay que tender. Si, como dice Eduardo Galeano, la utopía sirve para caminar, ello quiere decir que es ante todo una guía crítica y de orientación. Planteada así, la utopía puede no ser realizada pero sí dar suficientes satisfacciones.

Optimizar los ideales presupone buscar, experimentar cambios, grandes y pequeños, radicales y moderados, etc., de modo constante. Un proceso en movimiento de aciertos y errores que desdice que la historia esté acabada y rechaza la idea absurda de que la democracia parlamentaria, tal y como se muestra, sea la mejor de las formas de gobierno. Refutar el pensamiento único de una democracia-madre instalada en la realpolitik, tan chata y tan pobre.

Un buen sistema político será el que permita hacer uso racional de su espíritu crítico y se abra nuevas experiencias. En la izquierda, con demasiada frecuencia, hay un acomodo a lo que existe, y se hace dejación de algo que ninguna otra fuerza política puede adoptar: la tensión utópica que todo lo remueve.

Iosu Perales (Tolosa, diciembre 1946). Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y en materias de Cooperación al Desarrollo. Vinculado a redes sociales transnacionales y a ONGs, participa en iniciativas y foros alternativos. Participó en los Comités de Solidaridad Internacionalista. Ha ejercido el periodismo durante bastantes años. Sus primeras obras de ensayo y divulgación están vinculadas a su propia experiencia en América Central en los años ochenta.

Ha publicado numerosos artículos de opinión en prensa escrita y revistas digitales, y es autor de varios libros, entre ellos Guatemala insurrecta (1990), El perfume de Palestina (2002), Los buenos años: Nicaragua en la memoria (2005) Los Años de Plomo en El Salvador, 1981-1992 (2009) y Algo he visto del mundo. Crónicas viajeras (2013), En el género de narrativa es autor de Adiós Managua: El rey del mambo (1990) Viento del Norte (1993) y Buenos días La Habana (2000).

http://www.robertexto.com/archivo/nueva_idea_socia.htm


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