Fuera la palabra vacía y superficial
El silencio no es desamor o desprecio a la palabra,
sino rechazo de la palabra vacía, impersonal, superficial y mecánica. Cuando sobran las palabras, protestamos públicamente con un minuto de silencio. Sólo aprecia la luz quien ha vivido en la oscuridad; sólo valora la palabra quien ha gustado el silencio. Gandhi decía que «el hombre empobrece las cosas mucho más con las palabras que con el silencio». Quien no ha gustado los silencios iluminados, jamás proferirá palabras luminosas. El silencio es el hogar de la palabra. Silencio y palabra se reclaman como fecundo e insustituible contrapunto. «Nuestra civilización -ha escrito el famoso dramaturgo Eugène Ionesco- es una civilización de palabras, es una civilización alterada. Las palabras crean confusión. Las palabras no son la palabra». «Calla mucho -aconseja
Lanza del Vasto- para tener algo que decir que merezca la pena ser escuchado».
Los Padres del desierto practicaban el silencio y lo aconsejaban vivamente: «A menudo me he arrepentido de haber hablado, dijo una vez el abad Macario, nunca de haber guardado silencio». «Un día el arzobispo Teófilo acudió al desierto a visitar al abad Pambo, pero éste no le dirigió la palabra. Cuando los hermanos dijeron a Pambo: 'Padre, diga algo al arzobispo para que se edifique', él replicó: 'Si no se edifica con mi silencio, tampoco lo hará con mis palabras»[1].
4. El silencio protege el fuego interior
Enseña Diadoco de Fótice: «Cuando la puerta de la sauna se deja continuamente abierta, se escapa a través de ella el calor del interior; de la misma forma, el alma en su deseo de decir muchas cosas, deja que se disipe el recuerdo de Dios por la puerta del discurso, incluso cuando todo lo que se dice es bueno. El intelecto, falto de ideas apropiadas y sin el Espíritu que guarde su entendimiento de la fantasía, derrama sobre el primero que encuentra un mar de ideas confusas. Las ideas valiosas,
extrañas a la confusión y a la fantasía, rehuyen la verbosidad. El silencio oportuno es, pues, precioso ya que es nada menos que la madre de los pensamientos más sabios»[2].
Me gustaría hablar con un hombre que haya olvidado las palabras. Este es el deseo del filósofo taoista Chunag Tzu, quien escribe: «El fin de una trampa para coger peces es coger peces y cuando éstos se cogen, la trampa se olvida. El fin de una trampa para ratones es atrapar ratones y, cuando esto se consigue, la trampa se olvida. El fin de las palabras es servir de vehículo a las ideas. Cuando las ideas son aprehendidas, se olvidan las palabras. ¿Dónde encontrar un hombre que haya olvidado las palabras? Con este hombre es con quien yo quisiera hablar»[3].
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