El silencio enseña a hablar

La palabra verdaderamente regeneradora, 

nace del silencio. Porque el verdadero silencio no procede de la turbación, de la vergüenza o de la culpa, sino que denota paz y plenitud. Las palabras tienen poder para crear comunión y vida nueva, cuando encarnan el silencio del que brotan. Las palabras que usamos para defendernos o para ofender a otros, no brotan normalmente del silencio. Hemos de advertir, sin embargo, que el silencio impuesto crea hostilidad y resentimiento. El silencio es ante todo una palabra del corazón que hace crecer la caridad. «Puede parecer -decía el abad Poemen- que un hombre guarda silencio, pero si en su corazón condena a otros,  está charlando sin parar. Por el contrario, puede haber otro que,  teniendo que hablar de la mañana a la noche,  está en verdad en silencio»[4].


 6. Para oír otras voces
«La naturaleza nos ha dado dos orejas y una sola lengua, a fin de que escuchemos más y hablemos menos», enseñaba Zenón de Elea. Pero si oímos siempre las mismas voces, terminan por aburrirnos. Necesitamos silencio exterior y, sobre todo interior, para tomar distancia de las cosas, de los acontecimientos, de las personas. Es necesaria una cierta distancia para situarnos ante la realidad, sin implicarnos ni desentendernos excesivamente. La labor de la filosofía, que es lenguaje, consiste en reencontrar el silencio, dice Merleau Ponty[5]. Y Martín Heidegger nos recuerda que la resonancia de toda palabra auténtica sólo puede brotar del silencio[6]. El silencio nos permite oír voces distintas de las habituales. Voces ajenas, orales o escritas. Voces que nos llegan al corazón y nos incitan a reflexionar.  La voz de los desheredados de la tierra y, sobre todo, la voz de Dios. El silencio predispone a la escucha. El silencio otorga espesor de significado a la palabra. «Quien no sabe callar –dice Romano Guardini- hace de su vida lo que haría uno que pretendiese sólo espirar  y no inspirar».

7. El silencio es alegre
El silencio no es aburrido. Puede ser toda una forma de vida . Algunos hombres y mujeres se sienten irresistiblemente atraídos por el silencio. Son todos aquellos que se entregan a la contemplación. No es nada nuevo. A lo largo de los siglos, como explica Thomas Merton en Vida contemplativa cisterciense, la llamada a abandonar la sociedad y a vivir en un desierto físico o espiritual se ha expresado en las formas más variadas. Cuando nació el monacato, había algunos monjes que vivían en el desierto sin morada fija. Otros vivían completamente solos, como ermitaños. Con el tiempo, descubrieron que se necesitaba cierta forma de vida social e institucional para dar estabilidad y orden. De esta forma se afianzó la vida común también entre los monjes, pero ubicada en el desierto, o por lo menos alejada de la ciudad, para poder preservar un ambiente de oración por medio del silencio con el exterior y entre ellos mismos.

La forma de vida, las costumbres, las razones de la existencia de los monjes tan sólo son un escándalo para los que las ignoran. Los contemplativos son la alternativa radical  a lo que se supone  debería ser la vida, tal como la plantea la minoría dominante.

Los contemplativos poseen el instrumento más antiguo que conoce el hombre para acercarse al sentido de su existencia. El silencio, aquella ausencia de sonidos que deja oír otro tipo de voces, es igual para todos. Todos somos iguales ante el silencio; a nuestros ‘ídolos’ sólo hay que imaginárselos en plena soledad. De nada sirven las caretas, las actuaciones, los papeles ensayados delante del espejo. El alma se queda en cueros, no queda lugar para lo que no es nuestro. Blas Pascal decía: «Toda la desgracia del hombre proviene de que no aguanta estar solo en una habitación». El silencio, de algún modo, nos empequeñece. O mejor, nos enfrenta con la realidad de nuestra pequeñez, porque el silencio desnuda lo superficial y mantiene lo esencial.

¿ Es triste el silencio? «Dicen las gentes, comenta un joven trapense como el Hermano Rafael, que el silencio en el monasterio es triste, y difícil de llevar en la Regla. No hay cosa más equivocada que esa opinión... El silencio en la Trapa es la más alegre algarabía que los hombres puedan sospechar... ¡Ay! si Dios nos diese facultad para ver en los corazones, entonces veríamos que del alma de ese trapense de mísero aspecto exterior y que vive en silencio, brota a raudales y constantemente un glorioso canto de júbilo, lleno de amor y de alegría a su Criador, a su Dios, al Padre amoroso que le cuida y le consuela... El silencio del monasterio no es triste; al contrario, se puede decir que no hay cosa más alegre que el silencio de un trapense» [7].

El silencio brota de la plenitud  que habita en nosotros. Recomienda Isaac el Sirio: «Esforcémonos primero por callar. De ahí nacerá en nosotros lo que nos conducirá al silencio. Que Dios te dé entonces sentir lo que nace del silencio. Si obras así, no sabría yo expresarte la luz que se alzará en ti [...] De la ascesis del silencio brota en el corazón un placer que fuerza al cuerpo a permanecer pacientemente en la hesiquia. Y nos vienen las lágrimas abundantes, primero en la pena, después en el arrobamiento, el corazón siente entonces lo que discierne en el fondo de la contemplación»[8].


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