El silencio ante lo inefable
En determinados momentos es necesario callar sobre lo que no se puede expresar con palabras, sobre lo inefable.
Nos lo acaba de recordar aquel joven que iba para arquitecto y se quedó en trapense, el beato Rafael. Ante el Misterio, nuestro saber no pasa de la aproximación y nuestro discurso es puro balbuceo. «Cuando el espíritu calla de tanto como tiene que manifestar, no vale ningún idioma», afirma J. Guillén en su estudio sobre S. Juan de la Cruz[14].
Si el hombre busca y trata de expresar con palabras el misterio que le envuelve y le desborda, llegará un momento en que tendrá que dar un salto cualitativo y convertirse en el hombre capaz de callar y adorar.
El silencio de la adoración no es mutismo robador de la palabra debida y esperada, sino cabal expresión de la incapacidad para decir y decirse; es desbordamiento en el que el hombre calla de tanto como tiene que expresar.
Para el místico como para el amante, las palabras no son ni domésticas ni domesticables, sino que permanecen en su estado originario y hablar puede resultar la suma impertinencia.
Esto no significa sacrificio o aniquilación cruenta, sino una especie de ofertorio, cuando se ha comprendido que la palabra no lo es todo.
Si los místicos hablan o escriben de Dios no es tanto para darle a conocer cuanto para que podamos unirnos con El. Quieren suscitar la experiencia de Dios en nuestros corazones, pretenden despertar la atracción hacia el Misterio que nos habita.
Ver en el interior no significa imaginar subjetivamente. Lo verdaderamente importante es invisible para los ojos; sólo se ve bien con el corazón, como dijo Antoine de Saint-Exupéry. Sin embargo, no faltan ocasiones en que el silencio sobre lo esencial ya no puede ser observado sin lesionar el deber de sinceridad y de verdad, y sin poner en peligro el núcleo mismo de lo esencial[15].
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